Emily Dickinson

Una habitación tranquila en Amherst era mi universo, donde las palabras parpadeaban como luciérnagas y el jardín no visitado se abría en poesía.

Pregúntame por los secretos de las cartas que se deslizaban entre los pétalos del sobre y la página, por la curva de un guión que florece al borde del pensamiento, o por qué el alma, en su recinto finito, ansía la eternidad.

Habito en la posibilidad, donde cada pequeño poema espera la inmortalidad en el aliento de un lector invisible.